Nueve amigos que caminaban juntos casi todos los días se reunieron a compartir un trago de “chirrinchi”, ese licor artesanal que, entre risas y confianza, suele pasar de mano en mano como símbolo de amistad. Nadie imaginó que esa botella plástica escondía el final de tantas vidas.
El primero en caer fue el mismo que lo preparó. Con orgullo repartió lo que había hecho, sin saber que el veneno ya corría en sus entrañas. Sus compañeros lo miraban preocupado, hasta que uno a uno comenzaron a doblarse de dolor, a botar espuma por la boca, a perder la mirada en medio de convulsiones. La escena fue de espanto.
“Los llevaban en carricoches, en carretillas, como podían… parecía una guerra”, relató entre lágrimas un vecino que los vio partir rumbo al Hospital General de Barranquilla. Allí, la tragedia fue consumándose paso a paso. Primero se confirmó la partida de seis de ellos, luego la del séptimo, y el llanto se desbordó en los pasillos del centro médico.
En los barrios donde vivían, el silencio pesa. Doña Carmen, madre de uno de los fallecidos, apenas logró pronunciar entre sollozos:
“Ay, mi hijo… si yo hubiera sabido que ese trago te iba a arrancar de mi lado, te lo habría quitado de las manos. Tú siempre confiabas en todos…”
Entre los nombres que hoy quedan marcados en la memoria están Nicolás Manuel Medrano, Helmot Enrique Escolar, José Felipe Crespo Ortiz y Emiro Alberto Miranda. Hombres comunes, trabajadores, amigos inseparables que jamás pensaron en despedirse de esta manera.
El toxicólogo Agustín Guerrero lo explicó con frialdad científica: “Lo que consumieron contenía metanol. Es mortal. Dos de los sobrevivientes luchan en UCI, pero podrían perder la visión”. Palabras duras que golpean aún más a las familias que esperan un milagro.
Las calles de Barranquilla hoy huelen a duelo. En las esquinas, se encienden velas y se escuchan rezos. En las casas, la gente comenta con rabia y miedo: un trago barato terminó costando lo más caro: la vida.
